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Relato: Sabiduría encarcelada

Sabiduría encarcelada es mi segundo relato de esta serie sobre personas y equipos que inician un cambio transformador, superando la falta de autoestima y la visión encogida de sus vidas. El primero fue el final del escape y que da título a la serie de cuentos. De nuevo quiero agradecer la ayuda de Lourdes Garrido y Mariluz López por las sugerencias, correcciones y apoyos al escribir el relato. También agradezco a las muchas personas y grupos que de una u otra manera me han aportado humanidad y permitido comprender como nos escapamos y como nos volvemos a encontrar. Te sugiero que leas el cuento identificándote con todos los personajes, sintiéndolos en ti, para poder zambullirte en una experiencia de cambio en primera persona:

Sabiduría encarcelada

Equipo de trabajo y relato sabiduría encarcelada

Aunque hacia mucho calor en esa tarde bochornosa, Adolfo no se permitía sudar. Caminaba despacio por la calle principal de su ciudad hacia su encuentro quincenal de antiguos alumnos de historia contemporánea. Sentía que tenía la obligación de estar presente, aunque solía aburrirse ante el poco rigor de los debates del grupo. Él era uno de los que hacia ya tres años habían empezado con los encuentros, que tenían el complejo objetivo de analizar la realidad social y política del mundo actual.

Llegó puntual a la cafetería. Como siempre era el primero en llegar. Le irritaba la falta de puntualidad de sus compañeros. Se dejó caer en su silla habitual, dentro de la sala independiente que tenían reservada, la única en toda la ciudad donde se permitía fumar. Se sentía cansado. Había estado todo el día en casa leyendo y tomando notas de algunos temas que le apasionaban. Se consideraba un genio, una de esas personas capaces de ver más allá de lo evidente. Conocía en profundidad todos los acontecimientos históricos de los últimos siglos y era capaz de relacionarlos entre si. Llevaba cinco años, desde que acabó la carrera, elaborando el mapa definitivo con el que entender las sociedades modernas. No había compartido con nadie este proyecto, excepto un par de artículos que le habían solicitado unos amigos de la universidad. Sentía que aún era pronto para divulgarlo. Tal vez en una o dos décadas estaría preparado para demostrar al mundo su visión.

Inés entró por la puerta. Él la observó acercarse sin que ella lo notara. Era la socióloga recientemente incorporada al grupo. Venia con un vestido muy ligero de verano que dejaba entrever su cuerpo exuberante. Adolfo se sintió incomodo en su cercanía pues no sabia donde poner sus ojos ni que decirle. Temía que ella lo juzgara de obseso sexual si se le escapaba alguna mirada. Se sorprendió cuando ella, a modo de saludo, le dio dos besos decididos y empezó a charlar amigablemente con él. Adolfo, siempre correcto, la escuchó un par de minutos, hasta que llegaron otros miembros del clan para salvarlo. Desde sus primeras frustraciones infantiles con las niñas había aprendido a esconderse de las chicas guapas y peligrosas, que según él, lo calentaban con su dulzura y luego solo lo querían como amigo.

Poco a poco fueron llegando todos y tras los interminables preámbulos y bromas empezaron la sesión. En seguida, Pedro tomo la palabra y no la soltaba. Para Adolfo era un autentico charlatán pedante siempre queriendo ser el protagonista de todos los saraos. Por eso lo despreciaba dentro de si, aunque hacia esfuerzos para que los demás no lo notaran. El tema de conversación fue derivando de unos temas a otros, sin que acabaran de centrarse en lo que a él le interesaba. Se mantuvo callado, como de costumbre, ya que no encontraba el tema y el momento preciso para aportar algo. Ya había otros egos que monopolizaban la conversación y él se sentía incapaz de intervenir en el grupo sin molestar. En realidad, se justificaba, a él se le daban mejor las conversaciones en pareja, sobre todo cuando el otro le permitía soltar su rollo de historia.

En realidad Adolfo era un presidiario. Un ser atrapado en su propia cárcel de vergüenza, separado del mundo por los barrotes de la indignidad. Vivía a la defensiva, protegiéndose de los posibles ataques y juicios de los demás. Y para ello, escondía su propio riqueza y conocimientos, creyendo cobardemente que así estaría libre de toda crítica externa. Pero lo que no podía evitar era su propia autocrítica enfermiza, siempre con la loca mente fustigándolo de continuo. Y aunque su máscara fuera de debilidad y victimismo, en verdad albergaba dentro de si cantidades ingentes de ira que proyectaba en secreto hacia todos los que le rodeaban. Una rabia interna muy escondida y una mendicidad externa aunque solapada, que usaba como armas defensivas frente a un mundo frustrante para él.

Pero Adolfo solo era parcialmente responsable de su conflicto con este y otros colectivos. En realidad el grupo era una cárcel llena de presidiarios sumisos que quedaban atrapados y empequeñecidos en la telaraña del conformismo. Y aunque en sus orígenes había voces discordantes, poco a poco se habían ido quedando en el grupo las personas más acomodadizas y necesitadas de creer en unos paradigmas determinados y en ser parte de una comunidad de iguales. Y aunque no había unos líderes claros, Pedro sin ser muy consciente de ello, se había constituido como el protector principal de la cultura sumisa del grupo.

El debate continuaba y Adolfo lo escuchaba con los hombros tensos y los ojos fijos. No era consciente de su exceso de control y como esto lo iba agotando psíquicamente día tras día. Visto desde fuera era como un águila al acecho intentando dar la sensación de ser un pacífico pajarito. Por eso los demás en el grupo veían a Adolfo como un ser complejo del cual era mejor apartarse sutilmente. Pero Inés no era parte de los demás, ella funcionaba con otros criterios ajenos a los prejuicios y sumisión del grupo.

— Oye Adolfo, he leído tu articulo en el blog de la universidad. ¿Que opinas de esto que debatimos? — el desparpajo de la pregunta de Inés le sorprendió — ¿La crisis actual es algo objetivo y económico o esta provocado por aspectos más subjetivos y culturales?

Se quedó confuso unos instantes. Por fin le daban la oportunidad de hablar de su tema preferido, pero temía tartamudear y no ser claro. Empezó a hablar e intentar dar un preámbulo a su reflexión, pero en seguida Pedro lo cortó para contar una anécdota que según este venía al caso y que los demás en el grupo escucharon con interés. Adolfo bajó la cabeza y no intentó retomar el hilo de su intervención. Desde sus justificaciones, pensaba que no valía la pena rebajarse a luchar contra unos seres humanos que no respetaban su deseo de saber y aportar al mundo soluciones creativas.

Observó de reojo a Inés. A parte de sus espléndidas piernas y sus pechos firmes, destacaba en ella una naturalidad que no parecía de este mundo. Era como ver una extraterrestre en perpetuo estado de gozo y relajación. Adolfo, en lo profundo de su ser, admiraba y deseaba compartir la espontaneidad y frescura de esta chica. Aunque luego, en la superficie mental de su locura, todo esto lo confundiera con sus deseos sexuales. Ella notó su mirada y lo sonrío, mientras él trataba de esconderse de nuevo en su mediocridad.

— Vamos a ver chicos — empezó de nuevo Inés con toda su franqueza dirigida al grupo — estoy un poco molesta. La persona que más sabe de estos temas rehuye compartir con nosotros, y veo que el grupo tampoco le ayuda — Se volvió hacia él mirándolo cálidamente a los ojos — Adolfo, no se casi nada de ti, pero soy capaz de ver debajo de tu máscara externa. Yo quiero aprender de ti y creo que todo esto te apasiona más que al resto del grupo. Solo necesitas un empujón para que saltes al ruedo con toda la fuerza y dignidad que hay en ti y para ser el guía y dinamizador de este grupo. Creo que estaréis todos de acuerdo — y antes de que nadie pudiera contradecirla, continuo preguntándole directamente — ¿Qué sientes que debemos hacer a partir de ahora? ¿Qué temas son claves para desarrollar en este grupo en base a las inquietudes de todos?

El cuerpo de Adolfo pegó una sacudida en el asiento. Sintió como su tensión y ansiedad se transformaba en una ola de calor que inundó todo su cuerpo. Era como si su ira contenida pudiera por fin liberarse y se alquimizara en fuerza y determinación. Miró a Inés y la sintió muy cercana, casi como un padre amoroso que le aceptaba incondicionalmente, lo protegía de los peligros y le daba la oportunidad de ser lo que él ya era. Más que sus palabras, era la presencia de Inés y el amor en su mirada lo que transformó a Adolfo y lo liberó en ese momento de su cárcel de indignidad e impotencia social.

Y sin saber como empezó. Por primera vez en su vida hablaba relajado. Su voz sonaba clara y llena de vida, mientras su mente se mantenía calmada y serena. Sus hombros cayeron y sus ojos se humedecieron. Las palabras no venían de sus labios, nacían de una profundidad misteriosa difícil de describir. El grupo escuchaba extasiado, como intuyendo que estaban asistiendo a un momento importante de revelación. Solo el obtuso Pedro quedo al margen de la magia del momento e intento decir algo, pero Inés lo miró ferozmente y le hizo un gesto firme para que callara.

Adolfo tomó su poder y por primera vez se comportó como un hombre responsable y digno. Libre de ese infantil miedo a la imagen que pudiera dar a los demás, liberó su propia voz. Y tomando la mano que se le tendía desde fuera, traspasó la cárcel poderosa del grupo y corrió presto hacia su autenticidad. Aunque lo más sorprendente fue ver como los miembros del grupo empezaron a respirar más libremente, como si salieran de una larga pesadilla de sumisión, para volver a creer en si mismos y en la fuerza de cambio del grupo.

Ya no eran las palabras rígidas o las normas ocultas lo que guiaban al grupo, sino una inmensa fuerza envolvente llena de sentido, propósito y voluntad. Una pasión colectiva, que casi podían tocar y zambullirse, que engrandecía el valor único y las capacidades de cada miembro.

La reunión acabó más tarde de lo acostumbrado y Adolfo se sentía muy descansado y lleno de energía. Habían acordado juntos que el grupo necesitaba comprender de forma más objetiva y realista posible la situación del mundo y para ello debían centrarse periódicamente en un asunto concreto, sin dispersarse. Y para empezar, en las próximas citas Adolfo iba a compartir su mapa integrador sobre la cultura moderna y postmoderna con idea de contrastarlo con el grupo. También acordaron algunos roles; Inés sería el sensor que los avisaría cuando cayeran de nuevo en el conformismo, Juan el periodista haría las veces de moderador y Pedro sería el secretario y escribano de todo lo dicho y acordado en las reuniones. También decidieron que iban a buscar otro lugar de reunión sin el humo del tabaco, ya que los tres fumadores estaban por fin dispuestos a abstenerse de fumar o a salir a ratos al exterior.

El grupo fue despidiéndose cálidamente durante un buen rato, sin que nadie pareciera tener prisa. Adolfo estaba encantado abrazándolos a todos. Era la primera vez que sentía como los demás eran parte fundamental en su vida. Quería saber más de ellos y por eso acordó algunas citas para la semana. Juan le aconsejo que se hiciera una cuenta en Facebook para poder apuntarse al grupo que habían creado y él sintió que ya era el momento de dejar de huir y de conectarse plenamente por las redes sociales.

La cafetería estaba cerrando, pero en el exterior el día bochornoso había dado paso a una poderosa tormenta de verano. La lluvia caía con ímpetu y el grupo salió a protegerse en el portal contiguo esperando a ver si esta arreciaba en algún momento.

Adolfo sintió el impulso dentro de si. Tomó a Inés de la mano, la miró y luego miró hacia la lluvia. Ella asintió con una sonrisa de esas que iluminan la oscuridad. Y sin más, se lanzaron juntos a correr bajo el intenso chubasco camino de ninguna parte.

Completamente mojados pararon un momento a tomar aliento. Adolfo cogió las manos de Inés y contempló de arriba a abajo la belleza de su cuerpo transparentándose a través de su vestido empapado. Ninguno de los dos sintió vergüenza, ni en admirar, ni en ser admirada. En ese espacio de complicidad ya no había distancia entre cuerpo y alma. Después se fundieron en un húmedo y largo abrazo que removió el pecho de Adolfo. Las lagrimas de él se confundieron con las gotas del cielo y sintió el dolor de una vida encarcelada sin amor.

— Gracias Inés — susurro entre los brazos de una mujer que lo acogía con todo el amor incondicional y liberador de una madre, mientras seguía llorando — gracias.

— Bienvenido, mi querido Adolfo. Bienvenido al camino de la voluntad y la compasión — la voz de Inés descendía clara y pausada desde esa misteriosa profundidad — ¿Estas dispuesto a servir y abandonarte al amor? Este viaje humano no tiene vuelta atrás y esta lleno de barro del que mancha, que es el barro de la vida. Yo te acompañaré un tiempo, si quieres, pero no debes olvidar que cada uno vive su propio camino.

Adolfo sonrío y eligió. En ese instante, y sin ningún atisbo de duda, él era el camino.

Crédito de la imagen: Amarilleados de Paco CT con Licencia CC-BY-NC-SA

P.D: Este relato «Sabiduría encarcelada» forma parte también del libro gratuito 7 relatos para crecer en Autoestima Profunda. Puedes solicitármelo desde el enlace anterior.

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2 comentarios en “Relato: Sabiduría encarcelada”

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