¿Te suena esta expresión? «¡Yo no voy a morir nunca!» En esta negación a veces irónica de la única certeza que tenemos en la vida «¿No ves mis músculos de acero y mi fuerza de Superman?»
Vivimos como si no fuéramos a irnos nunca. Como si la vida fuera infinita y la muerte no tuviera nada que ver con nosotros. Vivimos… o más bien sobrevivimos en la arrogancia de creer que somos invencibles.
Y nos anestesiamos. Nos protegemos. Nos alejamos de la propia vida. Y vemos la muerte y la enfermedad como algo extraño que no debemos mirar. Para no recordar, para no sufrir, para no reconocernos en la realidad de la Vida.
«Yo no voy a morir nunca», pues ya estoy muerto en vida… podríamos reconocer. Sentir el dolor de no vivir intensamente, por miedo a perder, por miedo a ser, por miedo a amar. Y así, en la honestidad de nuestro miedo reconocido, poder sanar, poder abrirnos a la Vida y por fin vivir de verdad.
Solo en la realidad de mi finitud y mi vulnerabilidad, es cuando empiezo a sentirme vivo. Abrazar cada instante en este regalo de estar respirando y sintiendo. Por un tiempo creo belleza con mis manos. Abro mi corazón a tantos seres dignos de amor. Comparto contigo parte del misterio del universo, lo poco que podemos comprender. Y gozamos de una libertad limitada y a la vez tan presente.
Y luego, cuando llegue la hora, simplemente nos relajamos y soltamos la vida. Nos entregamos a la fuente de la que nacimos, dejando nuestro legado para futuras vidas y futuros conocimientos.
No sé qué pasará cuando muera. No sé si tendré miedo o si estaré preparado. No sé nada, solo que hoy deseo mirar un poco más de frente mi muerte… para poder mirar de frente mi propia vida.
Siento ahora lo poco que he vivido, en la lejanía de mi mismo, en la locura del autoengañarme sutilmente en todos estos «yo no voy a morir nunca» Siento mis prisas, mis planes locos, mis deseos confusos, mis búsquedas compulsivas de un futuro mejor.
Siento mi lejanía con la vida. Siento este dolor de sobrevivir en una vida sin muerte, una vida irreal, una vida idealizada por el miedo al regalo de la muerte.
Y siento ahora el gusto inmenso de vivir el regalo de la vida. No como una enfermedad que dura 70, 80 o 90 años. No como una maldición donde sobrevivir con el sudor de mi frente. Sino más bien como un presente que recibimos. Una oportunidad de amar, crear y contribuir. Un instante eterno de dicha compartida en interSer.
Sonrío. ¡Ahora entiendo! Es en esta “Dicha” inmensa que somos y nos transciende como no vamos a morir nunca.